13 de marzo de 2007

Puente Colorado


Estaba en el límite. Justo antes del desierto que lleva a la Villa 25 de Mayo.

Abandonado desde innumerables años, se levantaba en el medio del río como vestigio de alguna extraña civilización.

El antes y el después.

Era el último lugar donde uno podía decidir volver a casa o seguir largas horas más de cabalgata.

Una bifurcación de caminos y, a veces, se necesitaba cierta dosis de coraje para decir “seguimos”.

Claro que la Villa también tenia lo suyo.

Los sánduiches de jamón crudo del bar de Ochipinti y las cervezas bien heladas.

Ochipinti merece algunas palabras. Era un tano del sur y, por más que había vivido años en la Argentina, no había podido deshacerse de las amables costumbres napolitanas. Al contrario, con el pasar de los años la nostalgia de su tierra aumentaba y con ella aumentaban también los precios.

Era una suerte de don Corleone de la Villa. Tenía el único bar y la única estación de servicio. Monopolio que le dicen hoy. Desdichados los turistas desprevenidos que se quedaban sin nafta en la Villa!

Pero la cerveza de Ochipinti, no tenía precio.

Después, había que emprender el regreso a casa.

Bajo el sol del atardecer, el Puente Colorado se avistaba desde lejos y parecía un extraño arco de triunfo. De chico, cuando uno cruzaba el puente, tenía el mismo orgullo de las legiones romanas que volvían a casa vencedoras. Y el puente se transformaba en recompensa del camino recorrido.

Y a veces, embriagados con la gloria del triunfo, apretábamos las espuelas y en un galope eterno gritábamos “Dios es grande”, mientras que los cascos de los caballos se hundían en la arena de la orilla.

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