18 de abril de 2007

Ermita de San Nicolás

Señor Jesucristo,
que sacaste a tu siervo Abraham de la ciudad de Ur de los caldeos,
Guardándole en todas sus peregrinaciones,
y que fuiste el guía del pueblo hebreo a través del desierto,
te pedimos, dígnate bendecir a estos hijos e hijas tuyos
que por amor a tu nombre peregrinan a Santiago de Compostela.

Se para ellos compañero en la marcha,
guía en las encrucijadas, albergue en el camino, sombra en el calor,
luz en la oscuridad, consuelo en sus desalientos
y firmeza en sus propósitos;
para que por tu guía lleguen incólumes
al término de su camino y enriquecidos de gracia
y de virtudes vuelvan ilesos a sus casas
llenos de saludables virtudes.Por Jesucristo, nuestro Señor.

(Bendición del peregrino)

Existe un lugar en Castilla. Más allá de Castrojeriz, una colina donde, según la tradición popular de esos pueblos, fue tentado Cristo por el demonio, luego de su ayuno de cuarenta días.

Existe ese lugar, perdido en medio de desiertos de trigo, entre el azul del cielo y el amarillo de los campos de verano.

Y existe en esa tierra castellana, que supo hacer fieros y valientes hijosdalgos, la Ermita de San Nicolás. No hay ruta que lleve hasta ella. Solo un sendero.

Hay que llegar caminando. Desde lejos. Arrastrando los pies, cubiertos con el polvo del Camino. Hay que trepar la colina de Mostelares, desde la cual se ve casi toda la vieja Castilla y hay que bajar de nuevo al llano. Y ahí abajo, entre el cielo y la tierra está la Ermita.

Hace 800 años que los peregrinos cargan con sus culpas, fatigas y alegrías y llegan a ese lugar. Casi nada ha cambiado; sólo el hospitalario que a uno lo recibe. El tiempo parece haberse detenido en la Ermita. No hay electricidad y el agua hay que buscarla en un arroyo cercano. Uno no se sorprendería de ver reunidos en su interior al rey San Fernando, al Cid y a Don Quijote. Y casi se sorprende de no verlos.

Me acordaba de la Ermita el jueves santo pasado.

Cuando uno llega, después de caminar todo el día, el hospitalario lo saluda y pide lavarle los pies. Y uno repite con San Pedro: -No me lavarás los pies jamás… Pero no hay caso, el testarudo hospitalario insiste. Quien no se deja lavar los pies, no puede entrar en la Ermita.

Y entonces, como San Pedro también gritamos no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.

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