A veces ciertas cosas nos escapan y a veces nos superan... y nos quedamos como niños embobados sin entender demasiado que fue lo que pasó, pero contentos....
El domingo pasado fuimos a visitar a una persona mayor que tiene alzhéimer.
Cuerpo y alma. Que misterio.
Sentado en su sillón, parecía que el alma había abandonado ese cuerpo casi inanimado. Una rigidez cadavérica contagiaba todos los músculos y los ojos se mantenían obstinadamente cerrados.
Su casa es casa de otros.
Pasillos repletos de dementes y otros enfermos que como él purgan su calvario en casas-clínicas esterilizadas. Otros Cristos, creo yo. Sufriendo en silencio por culpas propias y ajenas.
Enfermeras de blusas de blanco inmaculado, ajetreándose en blancos pasillos, hacen que el contraste con la enfermedad sea todavía más inhumano. Como si repugnara y hubiese que esconder esos viejos seniles.
Estábamos en su cuarto. Una cama, un sillón y una mesa de luz, casi nada. Despojado de todo como cuando llegó al mundo. En la pared una Cruz y algunas fotos de tiempos pasados y otras de un presente que le es ajeno.
En esas estábamos, cuando un extraño gruñido proveniente del pecho del enfermo nos llamó la atención. Había abierto los ojos y su mano, con los dedos espantosamente retorcidos por la enfermedad, se movía lentamente hasta acariciar el pie de un bebé que allí estaba. Y los dos se sonrieron…
A su manera, algo se dijeron. Nunca sabremos que.
Tal vez la vejez se inclinaba con alegría ante esa nueva vida. Tal vez.
Parecidos los dos, tan frágiles. Dependiendo de otros para moverse y comer.
El principio y el fin, que también es principio de la otra vida, reunidos en una eterna sonrisa.
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