3 de mayo de 2007

Herreros


I

El herrero.

Llegaba entre nubes de polvo y los ruidos del motor de su viejo 4 L medio despintado de colorado. Bajo colores indefinidos, asomaba en ciertos lugares, el color bordó del antióxido.

Se bajaba con su cordial sonrisa y cargaba con sus herramientas de trabajo. Herraduras, martillo, clavos, todos cuidadosamente ordenados en una caja de madera.

Se alegraba al ver los caballos. Les hablaba. Conocía el tamaño de sus herraduras de memoria.

Para él herrar era un rito. Y no cualquier rito. Había que respetar cuidadosamente cada parte. Primero, si aún existían, quitaba las antiguas herraduras. Luego, desvasaba. Hay que tener cuidado cuando se desvasa un caballo, porque es lo que le permite el correcto aplomo. Y si se corta mucho vaso, se puede lastimar al animal. Después llegaba el momento de medir si las herraduras que había traído eran las correctas. Siempre daba uno o dos golpes de martillo sobre las herraduras para terminar de adaptarlas a la forma del casco. Y por fin llegaba el momento crítico. El herrero contenía su respiración y con ágiles golpes de martillo bien asestados, clavaba las herraduras.

Con una sonrisa decía –ya está listo- y se iba contento hacia otras fincas y otros caballos.

Su profesión era primero amor a los caballos y al hierro. El noble bruto y el material noble.

La pasión por su oficio había sido heredada de su padre, quien él mismo había aprendido a herrar de las manos de su padre y así sucesivamente. Generaciones enteras de herreros. Algo que corría por sus venas. Y en el golpe que daba a una herradura para corregirla, se veían reflejados siglos de trabajo y de sudor. Pero para él todo eso era algo natural. Algo habitual. Algo con lo que había crecido. Y les enseñaba a sus hijos lo mismo que con paciencia había aprendido de su padre. Y era un eterno dialogo de generaciones que se hacia en torno de un viejo yunque.

Los materiales no habían cambiado. El fuego, el hierro, unas tenazas, clavos, un martillo y un yunque. Los caballos tampoco habían cambiado. Y el herrero, rodeado de un mundo que nos quiere hacer creer que tenemos todo al alcance de nuestras manos y que nos hemos convertido en una aldea global, seguía viviendo más cerca de la aldea del medioevo.

II

En Irlanda, alguna vez, me tocó conocer otro herrero.

Llegaba en un auto deportivo. Se bajaba con su atuendo de herrero y sofisticados instrumentos.

Poco miraba a los caballos. Les tenía miedo. A veces, cuando uno se descuidaba, se desquitaba de ellos pateándoles la panza. Decía que así aprendían a quedarse quietos.

Cuando se iba, uno o dos caballos quedaban mancos. Y había que llamarlo para que vuelva a herrarlos de nuevo.

Un día le pregunté como había aprendido a herrar.

-En la facultad, me contestó muy serio y orondo. En la facultad de los herreros. Y ahora estaba haciendo un master. Especializándose en pura sangre u otro tipo de caballo, ya no recuerdo.

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